Islas

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Tenerife desde La Gomera

El blog de Beatriz Fariña

El que no inventa no vive. Ana María Matute (premio Cervantes).



viernes, 21 de mayo de 2010

carnaval, carnaval ....

Aunque entre la progresía de mi generación no se les considera políticamente correctos, a mi me encantan los carnavales y me lo paso bien los días (bueno, las noches) que bajo. Es verdad que ya cuesta aguantar hasta las tantas, es verdad que ese ritmo de acostarte por la tarde y levantarte de madrugada, para bajar cuando la cosa bulle, no me va nada, de hecho no lo hago. Yo me pego la pechada de sobrellevar la jornada y luego cogerme el tranvía para llegar animaditos a la fiesta. Pues eso, bajar en tranvía una noche de carnaval, es de las cosas más divertidas que se pueden hacer. Por supuesto hay que ir disfrazado y meterse en la historia. Una de esas veces, nos subimos en la parada de la Cruz de Piedra, tras ver pasar las guaguas tan a tope que ni paraban y a las que sólo les faltaba la música para ser un “coche engalanado” de esos de la cabalgata del viernes. Pues, una de esas veces, subimos y, para poder entrar nos tiraba del brazo un grupo de “sarantontones” de antenas convexas y caras rojas, tiraban con una mano y con la otra sostenían el vaso con la bebida que, religiosamente vertieron sobre nuestras pecheras al llegar a la plataforma. Bueno al trocito de plataforma donde nos entraron los dos pies juntos. Me di la vuelta para agradecer el gesto y la bebida y me calló encima una preñada de 1,95 con bigote. Tras el meneo del arranque del tranvía, todos nos recolocamos y con cierta dignidad buscamos un centímetro de barra para asirnos. Mi compañero distaba de mi como siete mascaritas, casualmente todas animadoras con pompones de colores.  La fiesta llegó a su climax cuando un obispo orondo de cojines (no de cojones) sacó una botella de ron y animadamente comenzó a convidar a sus allegados, que podríamos ser como unos doscientos. Todos tendimos la mano cual sedientos ermitaños del desierto,  algunos con vasos medio escachados y otros sólo implorando un chupito directo. Mientras, el conductor en una alarde de solidaridad sin precedentes, seguía parando y subiendo (???) mascaritas. De esa guisa llegamos a la última parada. La verdad que podríamos haber seguido en el vagón otro buen rato yendo y viniendo a La Laguna mientras quedara bebida, pero en fin, hicimos de tripa corazón y bajamos todos. Ya el grupo se fue desparramando un poco y se volvieron a juntar los bigotudos con las de los pompones, los obispos con los diablos, los romanos con las odaliscas y algunas mujeres lograron recuperar a sus hombres llenos de carmines y purpurinas ajenas.   Por cierto, esa noche en ese tranvía, ninguna mascarita logró acertar a meter el bono por la rajita del aparato ticador. ¡ Cosas de los carnavales ¡.

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